El hecho de que Beetlejuice (Michael Keaton) se convierta en una especie de jefe de una oficina pública en Beetlejuice Beetlejuicce dice mucho sobre lo que implica la secuela de la película de 1988. La ironía no pasa desapercibida para Tim Burton, un director que, a pesar de la reiteración de sus intenciones visuales y estéticas, no suele producir secuelas de sus propias obras, a excepción de Batman Returns (1992) y el rescate del corto Frankenweenie como largometraje. Es desde esta conciencia del protocolo y la inercia que Burton regresa a la creación que marcó su estilo, para intentar encontrar una narrativa que justifique Beetlejuice 36 años después.
De hecho, una manera de justificarlo es tratar el mundo de los muertos como un limbo donde el tiempo no pasa, lema que está en la base del original y que ahora se destaca en dos o tres nuevos entornos definidos por la burocracia, la espera y repetición. Frente al fantasma demoníaco que quiere casarse con Lydia (Winona Ryder) para liberarse de su estancamiento de 600 años, tenemos ahora dos personajes aferrados al pasado: el investigador fallecido interpretado por Willem Dafoe, que en vida fue un pobre actor en películas de detectives, y rencorosa ex esposa de Beetlejuice, interpretada por Monica Bellucci.
La participación de estos personajes es mínima, quizás porque su presencia existe menos para servir a una trama y más para consolidar un estado de ánimo, una idea de lo que hace particular a este universo. Una película sobre el tiempo y sobre cómo afrontamos su paso. Visto así, el drama que conecta a tres generaciones de mujeres -Lydia, su madrastra (Catherine O'Hara) y su hija adolescente (Jenna Ortega)- se agudiza en las relaciones con hombres motivadas por las prisas. Lo más cerca que llega Burton de romantizar lo masculino es cuando encuentra un personaje que ha aceptado su propia mortalidad, es decir, su propio tiempo.
Nada de esto convierte a Beetlejuice en una “película con mensaje”, e incluso como narrativa lineal, la secuela puede resultar frustrante debido a la forma intransigente en que flota a través de sus tramas secundarias. Si solo necesitaba una atmósfera y algunos temas para regresar a Beetlejuice, Burton parece haberlo encontrado y los une a la ligera. No se puede acusar al director de hipocresía: sabe que el interés por retomar la franquicia es esencialmente comercial y no se imbuye de una supuesta elevada noción de propósito al dirigir la secuela. Esto no quiere decir que realice la película con cinismo; el regreso al modo de producción con stop-motion, animatronics y maquillajes protésicos sirve para darle al limbo su consistencia visual pero también denota un placer sincero rescatado por lo táctil, en tiempos de virtualidad.
En cualquier caso, parece sobreestimado esperar que el anárquico Beetlejuice realice en 2024 la misma función que cumplió en 1988. Los antropólogos sostienen que, desde que se organizó en sociedad y mitologías, la humanidad ha recurrido a rituales excepcionales (como en festivales paganos o estacionales) y a narrativas del caos para explorar alternativas a su forma de vida de forma lúdica. Beetlejuice es un embaucador contra las buenas costumbres en la tradición de Bugs Bunny -no es casualidad que se haya convertido en dibujos animados en 1989- y sirvió perfectamente para que Tim Burton se presentara al mundo como un cineasta antielitista.
En 1988, la pesadilla del limbo se asoció con la crítica de la vida burguesa, irónicamente inscrita en los suburbios simulados, con su morbosa repetición de la rutina. ¿Qué embaucador puede seguir siendo Beetlejuice en 2024, cuando todo discurso “peligroso” ha sido inmunizado por el cinismo generalizado y el supuestamente iconoclasta Deadpool es un tótem consagrado de familiaridad y éxito?
Al final, Beetlejuice ni siquiera parece tan infeliz como burócrata. Incluso consigue un séquito de minions amarillos, solo para sumarse a la tendencia.