Tú, querido lector, ya debes estar harto de escucharme hablar de "pop apocalíptico" aquí en Omelete. La expresión estaba allí, con todas las letras, en el titular de mi crítica de Give me the Future, de Bastille; apareció más entre líneas cuando hablé de Dance Fever, de Florence + the Machine, y de This is Why, de Paramore; y suele aparecer cuando menciono el Notes on a Conditional Form, de The 1975, en algún texto (lo que suelo hacer con una frecuencia que roza lo irritante). Así que perdóname, porque aquí vamos de nuevo: el Cracker Island, de Gorillaz, es otro disco que mira de frente a nuestros tiempos de colapso global y saca de ellos un excelente conjunto de canciones pop.
Por supuesto, esto es natural en una forma de arte que, quizás más que cualquier otra, sirve como espejo de las ansiedades del zeitgeist de la época en que se produce. Más allá de su procedimiento estético de reciclaje y evolución de técnicas y clichés, el pop nació y creció, allá con Andy Warhol, como instrumento de provocación social, subversión desde dentro del sistema, expresión genuina de los miedos contemporáneos desde los parámetros del mercado. En el Cracker Island, el proyecto virtual que Damon Albarn desarrolló a principios de los años 2000 completa su arco de transformación obvio: de idea narrativa innovadora, Gorillaz se convierte en la tela en la que un anciano del pop pinta sus impresiones personales sobre el mundo.
Y, bueno, Damon Albarn no está muy contento con el estado de las cosas, por supuesto. Desde su posición de señor británico de mediana edad, tiene algunas sentencias previsiblemente condenatorias sobre la artificialidad del mundo pos-smartphones (“Es un mundo de pantalla rota”, canta en "The Tired Influencer"), sobre la imposibilidad de conexión en nuestra era hiperinformada (“Parece que estoy corriendo silenciosamente/ Por las páginas infinitas rodé”, lamenta en “Silent Running”), sobre la irrealidad de las instituciones que creamos en internet (“Nuevo oro, oro tonto/ Todo va a desaparecer”, declara el estribillo de “New Gold”). No es que esté equivocado, pero no dice nada nuevo, y lo más genial de Cracker Island es que él lo sabe perfectamente bien.
El punto esencial para entender cómo esta desimportancia consciente le hace bien al álbum es la penúltima pista, titulada “Skinny Ape”. Una de las pocas canciones en el disco en las que Albarn canta solo, sin ningún artista invitado o asistencia artificial (por ejemplo, “The Tired Influencer” tiene versos declamados por Siri), va desde la guitarra dedilada del folk hasta los versos declamatorios del reggae y termina desembocando en un puente cargado por una presa de sintetizadores, al más puro estilo anárquico de Gorillaz. Líricamente, sin embargo, Albarn - hablando como 2-D, personaje que "interpreta" en la mitología de la banda - deja claro que, aunque no abandona el micrófono, no quiere interponerse en el camino de la nueva generación: “No se pongan tristes por mí/ Solo soy un personaje de dibujos animados/ Y mi intención es simplemente seguir respirando”.
Antes de la presentación en vivo de la pista, en un concierto de Gorillaz en San Francisco (EE. UU.), el músico declaró que “Skinny Ape” nació cuando vislumbró por primera vez un vehículo de reparto robotizado de Amazon. Un claro signo de los tiempos que fue para Albarn, quizás, la gota que derramó el vaso en el proceso de desprendimiento de la realidad que estamos viviendo en medio de la distopía que nos rodea. La lucidez de declararse insignificante ante la marcha del tiempo es lo que marca al Cracker Island como una adición excepcionalmente inteligente al pop apocalíptico que tantos artistas están produciendo sobre esta fragmentación de lo real.
Libre de cualquier pretensión cultural megalómana, el disco sorprende y deleita con cada elección fuera de lo común que hace. Existe, por ejemplo, una especie de narrativa en la que Cracker Island se apoya, involucrando a dos cultos religiosos rivales, ambos igualmente cojos y desesperados en su adoración a la nostalgia. Pero esta "historieta" aparece solo esporádicamente durante las canciones, específicamente en la apertura “Cracker Island”, en el sencillo “New Gold” y en el cierre “Possession Island”. Por lo demás, es un disco mucho más centrado en las ideas que existen dentro de cada pista que en hacer que encajen en un todo, lo que es -si me preguntas- la forma correcta de crear un álbum pop conceptual.
De ahí que gran parte del Cracker Island esté compuesto por canciones de amor tranquilas como “Tarantula” (“Quiero poner mis brazos alrededor de ti y decir/ Estoy al 1% pero sigo aquí a tu lado”) o viajes lisérgicos personales como “Baby Queen”. Esta última pista, que Albarn escribió sobre un extraño encuentro que tuvo con una princesa tailandesa en 1997, contrasta totalmente con el resto del disco con su dream pop de sintetizadores celestiales, pero lo mismo podría decirse, quizás, de la estructura de disco music de “Tarantula”, del estribillo R&B de “Silent Running”, del reguetón de videojuego “Tormenta”, o de la banda de mariachis (?!?!?!?!) que cierra “Possession Island”.
De estas pequeñas sorpresas, de este descompromiso retórico, emerge la noción de que el Cracker Island es una especie de pop nuevo en estos tiempos apocalípticos: un álbum que ve y entiende el mundo que se desintegra ante sus ojos, pero es capaz de ser optimista al respecto. A pesar del malhumor típico de la generación dejada atrás por la tecnología, Albarn sigue creando canciones sobre buscar conexión, que abrazan la pluralidad de la música globalizada con entusiasmo casi juvenil. Otro arco claro que Gorillaz ha trazado durante sus más de 20 años de trayectoria ha sido el de una "banda" centrada en fusionar hip hop y música electrónica a un "proyecto" que abraza cualquier obsesión musical de su líder.
Mira qué giro: tanto musicalmente como en su posición dentro de la narrativa pop, Gorillaz nunca ha sido tan interesante como en el momento en que decidió mirar hacia el fin del mundo, subir el volumen y esbozar una gran sonrisa.